Gustavo Borges. Armas sin malandreo #1
Lucha armada, resistencia, trinchera, guerrilla, ñángara; todas sinónimos de plomo y plomo del grueso, de dos lados; de los que defendían y protegían un maldito sistema opresor y plomo nutrido por parte de los querían acabar con él tomando el cielo por asalto, muchos de los cuales quedaron sembrados en la tierra en el intento.
Existe aún una memoria de aquellos sucesos, por allí anda todavía quien sobrevivió y eche el cuento– y digo memoria como único registro confiable porque parece que la historia se ha negado a reconocer adecuadamente para nuestras generaciones de chamos aquellos acontecimientos que sacudieron a punta e’ plomo el cotidiano del venezolano.
Increíblemente ese chamo del barrio hoy, el que vive en el malandreo a punta de “máquina y bicha” y que es un guerrillero en potencia sin saberlo y el otro, el del lado opuesto, que no sale de una rumba o el que pasa hasta por la universidad, no conocen la historia de esa generación pasada; una no muy diferente a ellos, pero que no está en los libros de textos y así, lamentablemente, va desapareciendo su memoria junto con la de sus actores.
Como leí en un libro por allí: “la historia, o mejor dicho el historiador enjuicia, mientras que la memoria construye y siembra esperanza”. La historia, al decir de Eduardo Galeano, es la vitrina donde las clases dominantes esconden sus viejos disfraces.”
Los 60 y 70, años en que se escribieron los episodios más épicos de la lucha armada en nuestros campos y zonas urbanas. Los ñángaras o cabezas caliente, estaban por todas partes alzaos contra los gobiernos de la cuarta. En esa tribu, se anotaba quien fuera, sin distinción, solo tener una cuenta pendiente con la vida: crear una sociedad más justa. Campesinos, estudiantes, obreros, malandros, choros, intelectuales, políticos, curas, todos acudían a repartirle plomo a los que mantenían al pueblo oprimido.
Recuerdo mi primer encuentro con el término guerrilla y la palabra plomo. Mientras las ráfagas de ametralladora rasgaban la oscuridad de la noche de los Frailes de Catia, en el interior del rancho, mi vieja corría hacia mi catre y de un jalón me escondía bajo de la cama. Ante la pregunta “¿qué es eso?”, ella respondía “¡cállate, quédate aquí!”. Pero el viejo, también tendido en el piso, buscando que no lo alcanzara un plomazo, me miró y dijo: “es la guerrilla echándole plomo al gobierno”.
Episodios como este sé que se dieron muchas veces en las calles de los Frailes, pero igual la historia era la misma en todos los cerros y sectores populares. La fiesta de plomo empezaba en las lomas de Urdaneta y se repetía en La Vega, el 23 de Enero, La Silsa, Propatria, Antímano, los Frailes de Catia, Gramovén, La Pastora, El Guaratáro, El Valle. Con el tiempo supe que en una de esas ráfagas caía abatido Ítalo Sardi, un muchacho de la zona, estudiante y guerrillero urbano emboscado por la Digepol y los adecos en la Calle Real de los Frailes de Catia.
Cada barrio aportaba su cuota de jóvenes y no tan, que empuñaron los “yerros” y decidieron que aquella vaina se arreglaba a “plomo graneao”. Eran los tiempos en que en los cerros, los callejones y las escaleras el plomo y la pólvora eran sinónimo de resistencia; un “malandreo” con conciencia de clase y no de ajustes de cuenta entre bandas ni de asesinatos sin razón entre mis mismas “costillas” del callejón, como sucede hoy en día.
“Los chamos de ahora saben de plomazones más arrechas pero sin sentido -dice Sebastián, quien estuvo alzao contra el gobierno en aquella época-, como las que ocurren en la cancha de básquet, en la escalera, en el callejón, en la camionetica por puesto, en la propia casa, en El Rodeo, en La Planta… Vainas de esta época mi pana, más olorosa a pólvora, pero sin sentido. En aquella historia accionábamos las guacharacas por amor a la vida, hoy las maquinas se empuñan muchas veces por desprecio a esta”
Asaltos a bancos, grandes tiendas, a comandos de la Guardia Nacional, policías muertos, secuestro a aviones y buques, a empresarios y políticos formaban parte de ese accionar de guacharacas o malandreo con conciencia de clase. Ningún estado de Venezuela dejó de tener su despliegue armado de insurgencia. Tal como en los barrios urbanos la lucha era continua, en el monte se desarrollaba una especie de guerra a muerte entre los alzaos en armas y el ejército.
El gobierno se tomaba muy en serio su trabajo de exterminio y de propaganda desalentadora. A través de los grandes medios aliados del estado las noticias de las masacres perpetradas por los milicos en contra de las guerrillas llegaban como advertencia a los que resistían en los barrios.
Un compa que sobrevivió a aquella historia me hacia la siguiente caracterización sobre los dos tiempos: “Lo que pasa es que cada generación necesita cultivar su vainita en los jardines del heroísmo. En los 60 y 70 los candidatos a héroes nos vestíamos de oliva y nos dejábamos crecer la barba para empotrarnos en la montaña, tratábamos de practicar al Che y a Fidel, nos proclamábamos revolucionarios. A un aspirante a héroe de los de hoy los mueve casi la misma arrechera que a nosotros: exclusión social, pobreza, injusticia, un resentimiento arrecho contra el sistema, pero le basta con ser reconocido como el duro del barrio, como el “pran de la cana”, como el pistolero con más muñecos… Los de ayer pretendían tomar el cielo por asalto… A los de hoy les sabe a mierda zamparse en el infierno.”
Por cierto: la generación que nos incluye a muchos de nosotros sale bien jodía en esa caracterización: Llegamos muy tarde a la primera fiesta de plomo y demasiado temprano a la segunda. Debe ser por eso que estamos vivos. O medio vivos
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